miércoles, 31 de octubre de 2007

Música Clásica con Humor

“La música es el arte de combinar los horarios”.

Detrás de este célebre adagio se esconde una de esas verdades universales en las que raras veces se repara: el humor es un valioso componente de la música.

En rigor, uno podría manejarse en más amplios niveles y sugerir un muy poco inspirado aforismo acerca del humor como componente indispensable de la vida, y cosas por el estilo. Pero en todo caso no sería menos cierta la primera propuesta.

Un poco de historia

Muchas de las canciones polifónicas del Renacimiento refieren historias picarescas y recurren a los más variados efectos vocales para expresar con la música muchas de las cosas que el texto sólo sugiere.
Y si el texto es lo suficientemente explícito, la música se encarga de enfatizar el asunto sin ningún empacho.

Algunos cultores de este género –grandes músicos como Orlando de Lasso– no dudaban en utilizar esas tonadas en composiciones religiosas, recorriendo el camino inverso al de los “picarones” que adulteran la letra de las canciones patrias.

Este tipo de sutilezas permiten trazar una división –vaya a saber con qué propósito– entre dos tipos de ludus musicalis.

El primero de ellos consiste en comedias puestas en música. Se trata por lo general de piezas vocales, no necesariamente representadas, para las que no hace falta haber escuchado antes un solo compás de cualquier otro tipo de música.

Aquí se puede incluir desde el Falstaff de Verdi hasta el lied ”El beso”, op. 128, de Beethoven, pasando por ese maravilloso chiste de cuarto horas y media que es Los Maestros Cantores de Nuremberg.

Pero el humor tiene también otras formas de hacerse presente en la música, con ropajes más sutiles y con una exigencia adicional: a veces la comedia no es puesta en música, sino que se ríe de la propia música.

E incluso las dos vías pueden entrelazarse y generar obras como El maestro de Capilla de Cimarosa, o el genial Il Campanello de Donizetti, en el que un hombre simula ser un tenor hipocondríaco –valga la redundancia– que debe cantar al día siguiente Il Campanello de Donizetti.

Y en este campo, intérpretes y compositores han llegado a extremos de asombrosa complejidad, dispuestos a casi “todo por que rías”, como rezaba el título del último espectáculo de uno de los conjuntos emblemáticos de este tipo de humor.

Tutto nel mondo è burla…”

La paternidad de este “género” –el que no se ríe con la música, sino de la música– no puede ser atribuida a algún compositor venerable, pero sí puede identificarse uno de sus primeros hitos en las mismísimas Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach.

El maestro del contrapunto y la técnica insuperable se despacha en el final de una de sus obras más sublimes con un quodlibet en el que la melodía principal se entrecruza con dos tonadas populacheras.
El destino quiso que los oídos actuales no respondieran a ninguno de los dos propósitos del compositor: el público no se ríe y tampoco se queda dormido.

Es sabido que la familia Bach disfrutaba mucho de este tipo de bromas. Uno puede incluso imaginarse a los pequeños Wilhelm Friedemann y Carl Philip Emmanuel correteando por Leipzig, golpeando las puertas de los vecinos para luego escapar sin ser descubiertos, y bautizando a su juego “tocata y fuga”.

Mozart fue otro famoso bromista, autor de burdas chanzas –como escribir coloraturas para soprano sobre palabras obscenas– y complejas humoradas, como su Broma musical o su Galimatías, en el que cada uno puede armar su propio minué con sólo tirar los dados.

Aquí, como en tantas otras cualidades mozartianas, es posible rastrear la influencia de “papá” Haydn, un músico que con total merecimiento es reconocido como el más jovial de los compositores del panteón.

Su broma más famosa fue, para ponerlo en términos actuales, la de convencer a su patrón de dar marcha atrás en un recorte salarial escribiendo una sinfonía en la que los músicos van abandonando uno a uno la orquesta.

Pero su buen humor aparece en muchas otras sinfonías: El oso incluye en el último movimiento una tonada circense, La gallina, tras unos compases introductorios de sobrecogedor patetismo, sorprende con un oboe “cacareando” el tema principal.

Y la Sinfonía nº 93 genera una cálida carcajada con el sencillo e ingenioso recurso de dejar al fagot solo en el final del segundo movimiento.

Este es el tipo de bromas de las que uno dice que “una cosa es decirlo y otra escucharlo”, con la salvedad de que, además, hay que haber escuchado antes aquello de lo que la obra en cuestión se está burlando.

De ahí que este tipo de humor corra el riesgo de transformarse en patrimonio de “iniciados”, que se ríen en voz alta en un concierto cuando el resto del público está callado.

Apología
Como sea, es imposible negar que esos “guiños” constituyen uno de los ingredientes más refrescantes de muchos conciertos.

No es descabellado suponer que el placer que generaban estas pequeñas burlas autorreferenciales de las composiciones “serias” haya finalmente producido obras construidas totalmente sobre este principio.

Así nacen obras maestras como la Cantata Laxatón, o casi toda lo obra del profesor Peter Schickele, un maestro en el arte del quodlibet, y capaz de relatar la Quinta Sinfonía de Beethoven como si fuese un partido de fútbol.

En este sentido, una composición paradigmática –y muy poco difundida– es el cuarteto de Paul Hindemith La obertura del Holandés Errante interpretada por una mala orquesta de aldea a primera vista por la mañana.

Descendiente directo de la Broma Musical de Mozart –acaso fruto de las relaciones pecaminosas entre esa obra y la obertura wagneriana– el cuarteto de Hindemith plantea abiertamente el dilema que este tipo de música genera: ¿Se justifica semejante esfuerzo de composición y ejecución con el solo objetivo de gastar una broma?

En el caso de Hindemith, su cuarteto está cuidadosamente planeado hasta el último detalle y exige un elevadísimo nivel de interpretación.
Pero esta pregunta no pasa de mero ejercicio de retórica, porque la ejecución de una obra se justifica por sus propios méritos y por el deseo que el público tiene de experimentar su propuesta estética. D

e ahí que grandes músicos como Les Luthiers utilicen el virtuosismo como vehículo para el humor, o que Natalie Choquette divierta con una técnica impecable.

Un razonamiento que suponga a la comedia como un género “menor” está poniendo el acento en el lugar equivocado.

La música es principalmente música, y hay grandes comedias que superan en calidad a más de un aburrido opúsculo de pretendida profundidad.

Hasta el viejo y huraño Beethoven componía canciones obscenas en sus últimos días, y no dudaba en desplegar en ellas todo su arte.
Isaac Stern

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